Fotografía de Raymond Depardon
30 junio 2025
- Era yo muy pequeño (tendría unos cuatro años), cuando una temible enfermedad pulmonar intentaba mandarme a la vida muerta de mi feliz vida.
- El que entonces llamábamos el médico de cabecera (de los que venían a casa a verte por muy pobre que fueras), les ordenó a mis padres que, con el esfuerzo que hiciera falta, convenía que me mandaran durante el verano a un pueblo de montaña para rebajar la peligrosidad de mi asma y con ello mejorar mi deteriorada capacidad pulmonar.
- Uno de mis abuelos, por medios que aún hoy ignoro, consiguió que me acogieran, a mí a mi Madre y a mis dos hermanos, en una casa de un inaccesible pueblo/caserío en la Barcelona de la alta montaña. Durante el primer verano echamos raíces y con ello nos fuimos acomodando año a año hasta que cumplí los catorce, yendo cada verano a ver a esa ya después muy querida familia.
- En ese pueblo, al que no se podía acceder en coche, aprendía a vivir sin luz eléctrica (lámparas de carburo iluminaban nuestras noches), sin agua (había que bajar a una fuente cercana y subir los cubos a brazo hasta la casa), y sin más medio de transporte que nuestras fuertes chirucas y el Carro que manejaba Joan del que tiraba Perico (el burrito más amable y cariñoso que yo haya conocido jamás), carro con el que nos dejaba a pie de la carretera que era el lugar por donde pasaba el autobús de línea de esos que formaban parte del bucólico paisaje de aquella feliz época.
- También a prendí que para poder comer había que ir a por el sustento al huerto, a llevar y conducir a las vacas en busca de su pasto y a charlar educada y apasionadamente sentado con toda la familia de la casa, cuando la oscuridad ya empezaba a a anunciar el fin del día, en la puerta de la misma hasta que el sueño me vencía.
- No quiero extenderme más, por no aburrir a quien se haya asomado a este pedacito de mi vida veraniega en aquel caserío de montaña. Pero sí deseo dejar constancia de que en ese rincón apartado, donde la escasez obligaba a agudizar el ingenio y la vida se desplegaba sin adornos, encontré algunas de las lecciones más valiosas que me ha regalado la existencia. Aprendí a valerme por mí mismo, a descubrir la belleza de lo sencillo y a caminar con la sinceridad y la humildad como brújula. Aquellos veranos no solo dejaron recuerdos: sembraron raíces.
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